DOS ESCRITORES EN M�XICO (8)

Esclavos del jet lag, nos seguimos despertando temprano. Yo invierto ese tiempo en wassapear con la familia, aprovechando las ocho horas de diferencia, mientras que Juanmi se va al gimnasio del hotel a perder los muchos kilos que le sobran. Mi mujer me comunica que han llamado, en Espa�a, del banco: un error en una transaci�n con la tarjeta de cr�dito me la ha anulado. Mierda. Llevo euros, s�, pero la visa siempre es un plan B por si se te antoja cualquier tonter�a imprevista.
Pasamos la ma�ana dando vueltas por el centro hist�rico, que sigue estando cortado y tomado por la polic�a: una polic�a, lo vemos claro, que se aburre, come continuamente, aprovecha para hablar por el m�vil con la parienta o el pariente, se lustra los zapatos. De pronto dejan de causarnos impresi�n y decidimos que son como los romanos de Ast�rix.
En la plaza, siguen montando la Feria que abrir� el mi�rcoles, o sea, dentro de menos de veinticuatro horas. Vemos la catedral, nos tomamos una cerveza pero somos incapaces de tomarnos el tentempi� que las acompa�a, de puro picante. Luego, en el mismo hotel, nos pillamos un taxi (todo el mundo nos ha advertido que no tomemos taxis en la calle por lo que pudiera pasar) y nos llevan al mercado de artesan�a de la Ciudadela, donde nos est� esperando Paco Taibo.
El mercado es una explosi�n de baratijas y colores, de artesan�a y de gente amable, un laberinto de puestos donde todo entra por los ojos y todo se antoja. Hay calaveras, hay sombreros charros, hay llaveros, y monstruitos de madera, y vestidos y chales y platos y carteras de piel y todo lo que uno pueda imaginarse. Los precios son irrisorios, pero gasto en seguida lo que llevo encima en regalos para la familia.
Paco insiste en llevarnos a comer unos tacos, pero la taquer�a ya no existe. Nos pide un taxi que nos lleve de vuelta al hotel (�l sigue de promoci�n con su libro) y durante diez o quince minutos viajamos Juanmi y yo en silencio, con la mosca detr�s de la oreja, por si al taxista se le ocurre que somos gringos de posibles y le da por asustarnos. Pero no.
Comemos en el hotel, donde cada d�a se l�an los camareros con nuestros men�s acordados y no saben, o no recuerdan, o no les interesa, si las bebidas alcoh�licas (o sea, la cerveza) van o no incluidas en el paquete.
Por la tarde, Paloma viene a recogernos para llevarnos a una de las televisiones de la ciudad, donde nos entrevistan a los tres a cuenta de la inauguraci�n de la Feria. La televisi�n est� llena de ese bullicio del periodismo en directo que siempre me llena de envidia. La entrevista es cortita, apenas un inserto de diez minutos en una programaci�n que, seg�n parece, no est� muy a favor de la Feria.
M�s tarde visitamos la Feria ya casi terminada y all� nos encontramos a Eduardo Monteverde y a Fernanda. Fernanda quiso celebrar su treinta cumplea�os saltando en paraca�das y el paraca�das no se le abri�, con lo que salv� la vida de milagro, aunque la recuperaci�n ha sido larga. Nos llevan a dos pasos de la Plaza, a un viaje al siglo diecis�is, como dice Eduardo. Y all�, detr�s de la fachada de una zapater�a (los atentados urban�sticos no son exclusivos de nuestras ciudades) nos lleva al primer hospital fundado en el Nuevo Mundo, un patio hermoso lleno de �rboles y an�cdotas y frisos que Eduardo, con su sabidur�a hipn�tica, nos va desgranando: la s�ntesis de lo europeo y lo mesoamericano, las cruces sin crucificado que fueron el primer santo y se�a de la evangelizaci�n (sin crucificado para que no se asimilara a las pr�cticas can�bales del mundo azteca), las mil y una an�cdotas de ese visionario que fue Hernan Cort�s, tan vilipendiado y admirado al mismo tiempo.
Un viaje, en efecto, al siglo diecis�is, quiz� m�s puro y atractivo que el futuro que nos espera a todos.
Published on December 19, 2013 03:41
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