Rafael Marín Trechera's Blog, page 6

April 8, 2016

ELSEWORLDS TONTACOS

Su padre era m�dico y trabajaba para la Seguridad Social (con un sueldo de la Seguridad Social). Lo mat� un yonqui cuando sal�an del cine de ver una pel�cula de Antonio Banderas. Veinte a�os despu�s, el joven Bruno D�az se convirti�... en barman.





La vendedora de zapatos, quiz� enamorada en silencio, nunca tuvo valor para decirle a Flash que sab�a su identidad secreta desde que descubri� que iba a visitarla cada d�a no precisamente para verla a ella.








Pedrito Parterre era un zoquete que jam�s estudiaba. Ni caso hac�a a los t�os que lo ten�an acogido en casa. Por tanto, no le interes� acudir a la exposici�n cient�fica. Se libr� de que la pipeta de �cido sulf�rico le empeorara el asma, porque experimentos radiactivos, en el barrio del Chicle, como que no.





En el Imperio Skrull (como en el Imperio Skorpi antes) no existe la moda ni est� mal visto el adulterio.





El maestro Stick se pill� un rebote, pero su alumno Mateo Mudo pas� de artes marciales y se busc� un buen chollo empresarial. Del dos iguales a telecinco.





Sus compa�eros de la Academia Privada para J�venes con Talento jam�s supieron que el origen de la fortuna de Waldo Warring�n III era el sobresueldo que se sacaba cada domingo en misas, procesiones y triduos.








Esteban Tr�bol gozaba. Gozaba mucho. Pero jam�s se le habr�a pasado por la cabeza que su relaci�n con su secretaria Diana tuviera tintes sadomasos no ve�a ning�n lazo que lo amarrara.





Lilandra Neramani canta "uy uy uy mi gato" en los veranos de Zahara de los Atunes.





Para Esteban Roger, el Spectrum sigue siendo magia futurista.





V�ctor von Doom sabe que el segundo apellido de Anakin Skywalker es Avellaneda.





Wilson Fisk jur� no volver nunca m�s a Espa�a de vacaciones. No ten�a ni puta idea de qui�n era ese King Africa con el que lo confund�a todo el mundo.





Galactus nunca comprendi� que lo consideraran el mal definitivo por su hambre c�smica. Total, lo comido por lo servido... Y en el espacio no hay sonido. Ni olor.





En Espa�a, antes de perder el pelo e ir a Eurovisi�n para que le ense�aran a cantar, Reed Richards no fund� un grupo de justicieros, sino un conjunto musico-vocal. Los Tonis.








El maldito pluriempleo, fruto de sus deudas, fue lo que llev� a cruzar de universo continuamente a Joker para hacerse pasar por el Jester...





En los universos superheroicos, al paso que van, lo �nico que va a ser inevitable son los impuestos.








La gran paradoja es que Magneto aborrece las lentejas.





Para sacar a hacer sus caquitas a Mand�bulas no basta un recogedor o una bolsa de pl�stico. Escafandra y traje espacial, que nunca se sabe d�nde puede acabar la historia.





No, la Academia de J�venes Talentos de Carles Xavier no es concertada.








A las reuniones de la comunidad de vecinos del Edificio Baxter no va ni el tato. Por si las moscas.








Los xenobi�logos a�n no han decidido si no existe o si siempre es carnaval en el Imperio Skrull.





Refranes como "la suerte de la fea la guapita la desea" son incomprensibles en el Imperio Skrull.








Es imposible copiar en los ex�menes de la Academia Privada de J�venes Talentos de Carles Xavier.








Hasta que apareci� Shang Chi en su vida, Sir Dennis Nayland Smith fue un gran amigo por correspondencia con Carles Xavier.








El pr�ncipe submarino empez� a sospechar si su madre no habr�a sido un poquito ligera de cascos cuando vio por la tele su primer episodio de Star Trek.








En realidad, Reed Ricards copi� la f�rmula del tejido de mol�culas inestables de ilustres cowboys como Rayo Kid o El llanero solitario. �Qu� ajustaditos iban!








Se cambi� de bando y reorient� su carrera Natacha Romanova cuando comprob� que ninguno de sus maromos conocidos quer�a ya casarse.








Siempre le reproch� a su padre el hijo del diablo amarillo que no le comprara otro pijama, ni unos zapatos.





Por culpa de su deficiente educaci�n, Esteve Rogers crey� siempre que la A de su cabeza era de "alf�rez".





Johnny Lengua Viperina descubri� demasiado tarde que "poner verde a Bruce Banner" era otra cosa...





No es que fuera invisible. Es que los tres machistas de sus compa�eros de grupo hac�an como si no estuviera.





No se entend�an Aquaman y el pr�ncipe submarino el borboteo del agua en sus gargantas era indescifrable.





Se ciscaba en su esmerada educaci�n artistocr�tica, cada vez que ten�a ganas de hacer pis el pr�ncipe submarino.





Nunca le val�an las excusas a Flash cuando llegaba tarde a casa.








Las noches de fr�o, cuanto m�s se tapaba, m�s se resfriaba el pr�ncipe submarino.








El capit�n Esteve Rogers logr� que el Pent�gono reconociera que no estaba muerto, ler�n. Luego demand� las pagas atrasadas y los ascensos en el escalaf�n. Hoy vive felizmente retirado en Florida, comentando batallitas b�licas con otros ilustres jubilados que s�lo miran nenas mientras �l las cata.





Al contrario de su primo de la Distinguida Competencia, el Hombre Cosa jam�s dijo una palabra m�s alta que otra.





Cr�neo Rojo se pegaba unos sustos de muerte cada vez que se levantaba a hacer pis por las noches.





Pete Pegatodo fue, de jovencito, miembro del partido nazi. Se larg� por patas cuando un desafortunado incidente con un tal Bar�n Zemo hizo peligrar su vida.





Todo le parec�a car�simo al capit�n Esteve Rogers...





Se le apetec�a tanto al pr�ncipe submarino tomarse un filetito de ternera bien caliente...





Carlos Xavier so�aba en secreto con ser Madama Medusa.





En los karaokes del Gran Refugio, todos los inhumanos se retiran de la competici�n antes de que participe Rayo Negro.





Mucho se frustraba Daniel Rand, rubito y karateca, cuando sus novietas no le dejaban realizar su pr�ctica sexual favorita.





Incapaz de comprender al ser humano, el Todopoderoso no fue capaz de entender tampoco por qu�, cuando visit� Sevilla, lo sacaron en procesi�n.





Internado en la Modelo, condenado por un crimen que no cometi� lo suficientemente r�pido, Lucas Puig (n� Coppola) se ofreci� voluntario para un experimento. Escuchar de seguido horas y horas de rumbita catalana lo dej� catal�ptico.





Mientras malviv�a en los muelles de San Francisco realizando abortos clandestinos a la espera de un barco que lo sacara de la miseria, el doctor Esteban Extra�o no pod�a dejar de envidiar la fortuna que, haciendo lo mismo en Ciudad G�tica, hab�a amasado su compa�ero de facultad Tom�s Guein.





Whatever happened to Dazzler? Poned La Voz Kids, hombre.





G�ilson Fik dirige el crimen organizado andaluz bajo el nombre de El Gallo. En la alcald�a de Mor�n, precisamente.





A punto de entrar en combate en el barranco del Lobo con un mosquet�n oxidado y una bayoneta mellada, el sargento Arensivia reprimi� dos l�grimas cuando recibi� una postal de su primo Nicol�s, que emigr� a Am�rica con sus padres.





Hab�a una vez un Pinguino Chiquitorl, pecadorrr.





Alfredo Penniguorl fue el primer trabajador altamente cualificado en tener un empleo por debajo de su formaci�n.




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Published on April 08, 2016 03:15

March 28, 2016

EL MUCHACHO INCA, rese�a



Me llega esta rese�a que me hace de pronto viajar en el tiempo y me llena de agradecimiento como autor:





http://hombredetrapo79.blogspot.com.es/2016/03/el-muchacho-inca-rafael-marin-1993.html
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Published on March 28, 2016 02:48

HATER (2)



En el fondo, todo hater es un fascista: intenta imponer su gusto a los dem�s. Como si a los dem�s, imb�cil, nos importases tus preferencias.
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Published on March 28, 2016 02:48

March 24, 2016

BATMAN Vs SUPERMAN







Desde hace al menos un par de d�cadas, los c�mics de superh�roes se equilibran en una dif�cil cuerda floja: por un lado, no pueden perder su origen como entretenimiento infantil derivado en diversi�n adolescente, y por otro intentan convencer de que son tambi�n material adulto. En esa disonancia cognitiva nos movemos los lectores y tambi�n los creadores, inseguros de cu�l es el aut�ntico target y mediatizados por las cambiantes pol�ticas editoriales, que dejaron de estar en manos de gente del mismo medio para entregarse a emporios comerciales que tienen otros intereses que superan las p�ginas de los tebeos.





El cine, que tan r�pido quema las ruedas del medio que adapta, sufre el mismo problema. No acaba de encontrar el tono para contar en pantalla los saltos, brincos, piruetas, dramas emocionales y acciones heroicas de los enmascarados con capa. Si, adem�s, se trata con iconos (y ya sabemos que un icono, hoy, es esa figura medi�tica que todo el mundo cree reconocer a primera vista... sin conocerla, sumando a lo que se ve o no se ve en pantalla su concepci�n previa de c�mo deber�a o no deber�a verse), el problema aumenta. Los dos grandes de DC, como el grande de Marvel, pertenecen ya a la cultura popular que los identifica, que quisiera verlos de otra forma o a su forma, todo condensado en dos horas o dos horas y pico de metraje. Tiene que haber emoci�n, pero tambi�n reconocimiento. El espectador, lo hemos dicho muchas veces, no tiene por qu� venir del mundo del c�mic, pero hay que entretener a unos sin descuidar a los otros. No es tarea f�cil: cuando las pel�culas salen oscuras, se les critica que son oscuras; cuando las pelis salen naif, por lo contrario.





Batman vs Superman supone, adem�s, la continuaci�n de una pel�cula que tambi�n recibi� (y sigue recibiendo) sus palos y cr�ticas por la actuaci�n final del superhombre de Kripton (lo cual viene a demostrar que espectadores y cr�ticos no comprenden que los cabos sueltos se amarran en continuaciones, como es este caso... o quiz�s que a modo de no-prize las acciones criticadas se enmiendan en secuelas y segundos actos). Y, si por una parte contin�a la historia de Superman, por otra hace borr�n y cuenta nueva (pero contin�a a su modo) el tono oscuro y terrible de la anterior trilog�a del hombre murci�lago.





El resultado es una pel�cula seria y oscura, quiz� la culminaci�n de lo dark & gritty hasta el momento en pantalla (mucho m�s, quiz�s, que las entregas de Nolan, aqu� productor). Una pel�cula que sirve una vez m�s como catarsis ante el horror que golpe� a la sociedad norteamericana a principios de este siglo y que nos sigue golpeando a todos los que nos alineamos (con justicia) en ese lado: si el trauma de las Torres Gemelas afect� a los medios y no se aire� hasta 2008 con El Caballero Oscuro, esta nueva entrega incide en lo mismo: el miedo ante la destrucci�n implacable, la indefensi�n de la cultura ante lo irracional. No es balad� que el retelling de la destrucci�n causada en Man of Steel remita en planos, fotograf�a y polvo a la ca�da del World Trade Center. La pel�cula, en el irreal mundo de los superh�roes, tiene entonces una lectura pol�tica (y no olvidemos que Superman, es el "alien", o sea, tambi�n el extranjero).





Dos horas y pico de metraje, con una larga exposici�n hasta encontrar el nudo narrativo y la presentaci�n (o re-presentaci�n) de los personajes conocidos y de los nuevos rostros de los personajes que se unen ahora al universo DCinematogr�fico ejemplifican los juegos malabares que hay que hacer para que las tres o cuatro pistas en acci�n sigan llamando la atenci�n del espectador. El centro de la pel�cula puede ser el juicio popular a la figura de Superman, pero el protagonista que se lleva el gato al agua es Batman, un Batman maduro, desencantado, cruel e implacable, que por fin ha encontrado en Ben Affleck (�eh, recuerdan? �Lo odiaban todos!) su int�rprete ideal. Es un Batman que viene de un pasado de dolores (�Robin ha muerto a manos de Joker?) y que quiz� vive al borde del alcoholismo. Rico, casi mesi�nico en su misi�n contra el mes�as de Kripton. Con su ramalazo a lo James Bond (�por qu� hay planos del coche y el p�ramo que recuerdan a Skyfall?), encarna dentro de la pantalla la reacci�n de los fans de Superman a la muerte de Zod a manos del alter ego de Clark Kent. Batman/Bruce Wayne ve en el chico de rojo, blanco y azul una amenaza, y decide eliminarla.





Ese leit motiv de la pel�cula, que en un tebeo se explicar�a en dos vi�etas, ocupa casi la primera hora y pico de metraje. La pasi�n del oscuro Dark Knight no encuentra, quiz�s, reflejo en la dubitativa actitud de Superman, que aunque comparta t�tulo con el murci�lago es casi un secundario de lujo. La trama pol�tica ahoga un tanto al personaje, demostrando tal vez sin advertirlo que, como bien sabemos los lectores de tebeos desde hace d�cadas, se ha quedado desfasado en el tiempo (bien le dice Perry White que no estamos en 1938); en ese sentido, Batman s� ha sabido evolucionar y encajar a la perfecci�n, tanto en los c�mics como en las pantallas, con las nuevas d�cadas.





Todo el largo preparativo del enfrentamiento anunciado entre los dos h�roes tiene detr�s, como bien sab�amos todos, la mano negra de un Lex Luthor juvenil, antip�tico como antip�tico es su actor, y cuyas motivaciones no quedan demasiado bien explicadas o no tienen demasiada l�gica al ser expuestas. La gran batalla entre los dos superh�roes (con autohomenaje a Watchmen y referencia a La Il�ada incluidos) se resuelve bellamente, s�, aunque la escena carezca de la emoci�n necesaria, pero la inevitable traca final entre los dos personajes m�s la estrella invitada y la abominaci�n que es Doomsday olvida la lectura pol�tica para incidir muy levemente en la mesi�nica, destruyendo de nuevo cuanta piedra y cristal se pone por delante (por m�s que anuncien que la isla donde se enfrentan est� desierta). Los lectores de tebeos, por serlo, no encontramos ya sorpresa en la conclusi�n de la historia.





Zack Snyder dirige con oficio y hasta con delicadeza, estilizando la narraci�n pero incapaz, por motivos de gui�n, de encontrar m�s enjundia a las escenas que provocan el estallido del conflicto. Quiz�s vimos demasiado en los tr�ilers, y alg�n momento de flashforward (all pun intended), si no es una alucinaci�n de Bruce Wayne, nos despistan y nos enga�an, pero si el futuro es Batman (que recuerda ah� a Blacksad) contra un ej�rcito de nazis seguidores de Superman, quiz� ser�a conveniente saltar ya al futuro y contarlo.





La pel�cula pertenece, ya digo, a Ben Affleck. Gal Gadot, encarnando a Wonder Woman, es un agradable contrapunto a los dos colosos, mucho m�s cuando va de paisana que cuando encarna a la princesa amazona. Junto a los cameos de los otros tres (�o son cuatro? Miren el cuadro de Lex Luthor) futuros componentes de la Liga de la Justicia, es sorprendente el poder evocador que tiene una simple fotograf�a para servir como avance de la pel�cula de una Wonder Woman que no ser� (ni es) exactamente como la de los c�mics, pero que, al retrasar en el tiempo su aparici�n en el mundo de los mortales, para as� no convertirla en el Capit�n Am�rica, promete ser cuanto menos interesante.





Cincuenta a�os leyendo c�mics y no nos hab�amos dado cuenta de que las madres de ambos superh�roes se llaman de la misma forma...







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Published on March 24, 2016 02:55

March 16, 2016

EN ROJO AYER (12). En colaboraci�n con Juan Miguel Aguilera

Se hab�a quedado sin tabaco. Un enfermero le dio un cigarrillo, pero no ten�a fuego, as� que Alberto se pas� un rato jugueteando con �l entre las manos, hasta que se lo guard� en el bolsillo. Nunca le hab�a gustado el olor de los hospitales, y aunque la actividad a estas horas era tranquila y no hab�a el t�pico bullicio de enfermos quej�ndose no dejaba de fastidiarle, y de sorprenderle, c�mo un acci�n imprevista pod�a arruinarte la vida en un abrir y cerrar de ojos.


Volvi� a sacar el cigarrillo y se lo meti� en la boca, aspirando el tabaco ya humedecido. La culpa era suya, no del bueno para nada de Ricardo Ramos, se acus�. Si le hubiera dicho que no lo acompa�aba, seguro que no habr�a tenido valor para presentarse �l solo en aquella corte de los milagros en busca de un cura que se quit� de en medio en cuanto son� el disparo, antes de que los dem�s comensales sujetaran al camarada del bigotito de Hitler y alguien menos bebido que el resto le hiciera un apresurado torniquete a Ricardo en la pierna y mandara al maitre, todav�a maquillado de bet�n, a que corriera al tel�fono para avisar a la polic�a y a una ambulancia.


Llegaron casi a la par, como si estuvieran esperando la llamada. La polic�a, a tomar declaraciones y a detener a quien fuera preciso. La ambulancia, a meter sin miramientos y con mucho esfuerzo al herido en una camilla y a salir pitando hacia el Hospital General. Alberto se hab�a librado de pasarse las horas declarando ante la polic�a porque en el fondo no hab�a visto nada, ocupado como estaba en llenar de arroz el plato, y fueron los caballeros mutilados y excombatientes quienes prestaron juramento e informaron a los dos n�meros de la Benem�rita. Al parecer, hubo acuerdo com�n de que en una discusi�n sobre se�oras lo �ltimo que se saca es una pistola, que era precisamente lo que hab�a hecho el hombrecito del bigote hitleriano. Alberto, que aprovech� la ocasi�n para meterse en el dos caballos, seguir a la ambulancia y acompa�ar a su amigo, apenas tuvo tiempo de ver c�mo el detenido tiraba de credenciales y se cuadraba de la manera m�s marcial que le permit�a su pierna ortop�dica y todo el alcohol trasegado.


Ricardo dorm�a ahora, cubierto por una s�bana hasta el pecho. Parec�a tan tranquilo, como si haberle visto los colmillos a la muerte no significara gran cosa para �l, as� de inconsciente era. Una bala de calibre peque�o, bien lo sab�a Alberto, puede matar igual que una nueve mil�metros, pero todos los tontos caen de pie y el disparo de la Astra 200 hab�a hecho un destrozo m�s llamativo que aparente. Esa misma herida en un hombro, como en las pel�culas, habr�a permitido al muchachito bueno seguir disparando hasta que no quedara nadie en pie. En la vida real, y en la entrepierna, hab�a sido un aguijonazo suficiente para que Ricardo se meara por las patas abajo y perdiera el conocimiento de puro miedo.


Le hab�a tocado a Alberto lidiar con la m�s fea hasta que apareciera la guapa. El papeleo. Con tal de que su amigo no se muriera desangrado en el pasillo, firm� cualquier cosa. Siendo un d�a tranquilo, metieron a Ricardo en el quir�fano de inmediato y la intervenci�n apenas dur� una hora. O la herida era en efecto de poca enjundia, o el cirujano ten�a prisa por salir de guardia y ponerle los juguetes a su querida o a sus hijos.


La guapa apareci� al filo de la medianoche, cuando lograron localizarla y darle la mala noticia. Charo. Abri� la puerta con precauci�n, acompa�ada de una monja de h�bitos blancos y cara de Trotaconventos, y ahog� una exclamaci�n de angustia. Alberto no supo si por ver a su marido inconsciente o por encontrarse con que �l estaba dentro sentado. Corri� a la vera de Ricardo y se qued� all� plantada, inm�vil y nerviosa, sin saber c�mo interpretar aquel silencio de su respiraci�n entrecortada. Alberto se levant� de la silla, se meti� de nuevo el cigarrillo en el bolsillo sin darse cuenta de que se le hab�a roto entre las manos mientras la monja, que no sab�a nada ni pod�a sospecharlo, los dejaba a los tres a solas.


––Dicen que no es grave –murmur� Alberto, la garganta seca––. Si no hay complicaciones, se recuperar� en un par de semanas.


Charo no se volvi� a mirarlo.


––�C�mo ha sido?


––Una pelea de borrachos. Ya sabes c�mo es �l. Se enzarz� en una discusi�n est�pida y han acabado meti�ndole un tiro en la ingle. Un poco m�s y no lo cuenta.


Charo se volvi� entonces. En sus ojos oscuros hab�a un brillo de l�grimas que no hab�an podido escapar de sus p�rpados cerrados. Hac�a calor en la habitaci�n y se quit� el abrigo con un movimiento l�quido y felino, como se hab�a quitado la ropa tantas noches para Alberto. �l contempl� la boca carnosa, los pechos generosos, el talle estrecho y las caderas amplias que tantas veces hab�an soportado su peso entusiasmado. A su pesar, not� los principios de una erecci�n. Era mucha mujer, Charo Moreno, demasiada mujer para un in�til como Ricardo, pero lo suficiente, quiz�, para que hubiera estado dispuesto a dejarse pegar un tiro defendiendo una honra que durante m�s de tres a�os le hab�a pertenecido a Alberto, a quien consideraba, sin serlo, su mejor amigo.


Se miraron a los ojos, sin hacer ning�n comentario, compartiendo el pecado mudo que los hab�a amarrado y ahora los obligaba a alejarse como un par de imanes que huyen, rechazados por el mismo polo. Los dos casados, los dos infelices, los dos entregados a una pasi�n salvaje que pudo haber acabado con ella en la c�rcel y con �l qui�n sab�a d�nde. Cu�ntas citas a ciegas, cu�ntos magreos en los cines, en coches prestados, en la redacci�n vac�a que ahora Alberto llenaba alguna que otra noche de mujeres compradas que no borraban su recuerdo, en hoteles de mala muerte donde no miraban los carnets falsos y, ya cuando el frenes� no tuvo remedio, en la propia casa de Charo, mientras Ricardo trataba in�tilmente de redactar un art�culo o vender un seguro y dejaba v�a libre al enga�o. Alberto, que hab�a conocido a muchas mujeres, nunca hab�a conocido a una mujer como Charo. Y ella, que s�lo hab�a conocido a dos hombres, no hab�a tenido m�s remedio que elegir al desgraciado que ahora, en la cama, iniciaba un ronquido tranquilo, como de ni�o peque�o que espera que los Reyes Magos no se olviden de su regalo.


––Hace mucho tiempo que no te ve�a, Alberto.


––Va para dos a�os.


––�Y los ni�os?


––Bien, bien. El otro d�a estuve con ellos en el circo, y hoy habr�a visto la cabalgata de no ser… de no ser por tu marido.


––�Y tu mujer?


Alberto se encogi� de hombros. Charo comprendi�. Se sent� en la silla, cruz� las piernas, y Alberto pudo ver una carrera remendada con tino en la media.


––�C�mo te va a ti?


––Tirando. Madre y esposa de la misma persona. El d�a menos pensado ser� viuda. O coger� la puerta y me quitar� de en medio.


––�Tan mal te va?


––�C�mo quieres que me vaya? Si es que no hace nada a derechas. No tiene constancia, ni suerte, ni empuje. Pajaritos, s�lo pajaritos en la cabeza. Se empe�a en ser periodista y no sabe hilvanar dos frases que tengan sentido. Cree que vendiendo enciclopedias puerta a puerta, o Magefesas, o seguros, se har� rico y me tratar� como a una reina –Charo ri� sin humor ninguno––. Y ahora cree que podr� zanjar todas las deudas que tiene encima cobrando una herencia.


––�Y no es as�?


––�Y yo qu� s�! Ricardo ha nacido para ser el primero en creer sus propios embustes. Lleva toda la vida esperando que se le muera un familiar, un t�o abuelo por parte de madre, creo, en Alicante. Para heredar unas tierras. Y el t�o abuelo se muere hace mes y pico, le salen sobrinos hasta debajo de las piedras, la familia, que es igual de tarada que mi marido, se l�a a mamporros, se dicen de todo, buscan a un abogado aunque Ricardo dec�a que �l lo arreglaba todo por su cuenta…


––Pero no lo arregl�, claro.


––Ni siquiera en la familia lo esperaban. No aparecen papeles por ninguna parte. Nada que demuestre qui�n es el propietario real de las tierras.


––�Para eso buscaba al cura?


––Se le ha metido entre ceja y ceja que el cura sabe d�nde est�n los documentos.


––�Y es as�? Sabes que yo me f�o m�s bien poco de los curas.


––�Qu� m�s da? El plazo de presentaci�n de alegaciones termina en un par de semanas. Si no, las tierras pasar�n al ayuntamiento del pueblo. Y quien sacar� tajada ser� cualquiera menos nosotros. Y ah� lo tienes, en el s�ptimo cielo. Cuando pueda salir de aqu�, ser� tarde. Pero te juro que no me quedar� a sonarle los mocos esta vez. Antes, me dedico a la vida.


Alberto extendi� una mano, toc� brevemente la mano de Charo. Not� poco la descarga el�ctrica. Se puso en pie. Recogi� el abrigo.


––Vimos al cura en esa fiesta –dijo––. Si Ricardo no hubiera sido tan impetuoso, o no hubiera estado tan bebido, habr�a podido hablar con �l esta misma tarde. En cambio, prefiri� arriesgarse a convertirse en eunuco.


––Para lo que le sirve la hombr�a…


––Vi al cura un momento, en medio del barullo. Pero si est� en Colmenar Viejo, y con un nombre como el que tiene… no creo que sea dif�cil localizarlo. El dos caballos est� aparcado ah� abajo, �te importa que lo coja?


Charo alz� la cabeza.


––�Para qu�?


––Si el tiempo apremia, puedo ir a hacerle una visita ma�ana o pasado. Cuando pase la fiesta y deje organizado el trabajo en la redacci�n.


––�Lo har�as por �l?


––No –Alberto sacudi� la cabeza––. Lo har�a por ti.


Sali� de la habitaci�n. Necesit� inspirar profundamente el fresco de la noche para espantar el olor a desinfectantes y el otro olor m�s doloroso del perfume de Charo. Mir� la hora. Las doce y media. Se hab�a perdido la cabalgata, como ya sab�a. Entr� en el coche aparcado y le cost� arrancarlo. Cerraba los ojos y en las retinas s�lo ve�a la boca de Charo, el cuerpo de Charo, las noches con Charo. Ricardo no lo sab�a, pero deb�a a su esposa las copas que Alberto le pagaba, los favores que le hac�a, los capotazos que le echaba. Por una sensaci�n de culpa, posiblemente. Porque hab�a traicionado a un amigo y la vida de siete personas hab�a hecho equilibrios en la cuerda del esc�ndalo y las murmuraciones. Nadie ten�a derecho a empezar de nuevo. Los errores se soportan o se exp�an.


Enfil� la Gran V�a arriba. Casi la una. En Galer�as Preciados estar�an vendiendo de saldo los juguetes que sus hijos no imaginaban que ma�ana tendr�an.




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Published on March 16, 2016 02:49

March 15, 2016

EN ROJO AYER (10). En colaboraci�n con Juan Miguel Aguilera

La tasca de Curro Tarantos era un tugurio de suelo de serr�n y barra de caoba negra, un territorio m�nimo salpicado de mesas de m�rmol gastadas por el roce de las fichas de domin� y los golpes acumulados de cientos de botellas y de vasos. La cabeza disecada de un toro enorme, bobalic�n y astifino, colgaba sobre el espejo que se extend�a de una parte a otra de la barra, entre barriles de amontillado, banderines del Betis y el Rayo Vallecano, catavinos y botellas de Centenario Terry, manzanilla La Gitana y Cara de Gallo, an�s Machaquito y fino La Ina. Una pata de jam�n abierta esperaba el cuchillo en un rinc�n, rodeada de un rosario de chorizos de Cantimpalo y morc�n de Chiclana.


Alberto se sent� en una de las mesas, debajo de un retrato de Antonio Bienvenida y Ernesto Hemingway, y por matar el tiempo mientras Ricardo Ramos llegaba pidi� una cerveza Cruz Blanca que Curro Tarantos, antiguo matarife en su Albacete natal, le trajo acompa�ada de un platillo de aceitunas. El due�o de la tasca ni se llamaba Curro ni se apellidaba Tarantos, hasta hac�a cuatro o cinco a�os hab�a acarreado m�rmol en la obra del Valle de los Ca�dos, y dec�a tener una visi�n comercial del mundo que provocaba la guasa de la clientela: seg�n �l, la visi�n de Espa�a del capital extranjero (y ah� ten�a colgadas las fotos de clientes como Orson Welles, Errol Flynn, Frank Sinatra y Cary Grant para recordarlo) era flamenco y toros. Por eso se hac�a pasar por andaluz, y mal no le iba el negocio, aunque a pesar de los rostros ilustres y algo achispados de las fotos en blanco y negro de las paredes, estropeadas a veces por el garabato de una firma temblorosa despu�s de un exceso de copas y de cantes, la mayor�a de los clientes eran gente del barrio o, como mucho, los monosabios y personal de la plaza de toros que estaba a dos pasos.


––�C�mo va la cr�nica de esa Espa�a negra, don Alberto? –le pregunt� Curro mientras con una mano limpiaba la mesa y con la otra hac�a equilibrios con la cerveza y las aceitunas.


––Vamos tirando.


––Mientras no se nos convierta en una Espa�a rosa…


––Todo se andar�, Curro. Ya no quedan hombres de pelo en pecho.


––Diga usted que s�. Antes, con una buena navaja de las de mi pueblo se resolv�an los asuntos de honor. Y ahora todo el mundo tira de pistola o de veneno. No s� d�nde vamos a parar.


––Al caos, Curro. Al caos vamos.


Con una sonrisa, Curro Tarantos se retir� tras la barra, tras apuntar meticuloso con tiza la cuenta en la madera negra. Alberto pic� dos aceitunas, fuertes y agrias, dio un sorbo a la cerveza. No se sent�a c�modo. Deb�a ser cosa del fr�o, esa extra�a inquietud que se le hab�a metido en el cuerpo en Stalingrado y que lo acechaba todav�a algunas veces, como un presentimiento de l�os por venir. Ten�a demasiada experiencia en la cr�nica de sucesos, en esa Espa�a negra que encandilaba al hombre tras la barra como encandilaba por igual a las ancianas y las porteras, como para temer, m�s que desear, tener entre manos un caso importante. Que Ceballos no hubiera llamado ya para informar de alguna migaja era sintom�tico: el chapero muerto era una cosa que podr�a pasar censura si se utilizaba un vocabulario decididamente oscuro y se daba al tema el conveniente matiz condenatorio. Pero un se�or�n del Opus ahorcado en la puerta de al lado, con los pantalones bajados y la lengua m�s fl�cida que la minga, era algo que se iba a tener que comer con patatas. Aunque hubiera un reportaje que pudiera dejar en pa�ales a los grandes titulares de El Caso. Compadeci� un instante a Josete Guill�n, que ahora estar�a intentando encontrar el rastro de aquella lotera fantasma que todos dec�an haber visto, aunque nadie declaraba haber sido agraciado por sus billetes premiados.


Mir� la hora. Ricardo Ramos se retrasaba. El fr�o de la cerveza no hizo ning�n bien a su sensaci�n de inquietud. Encontrarse ahora con Ricardo Ramos, con el in�til de Ricardo Ramos, no era lo que m�s se le apetec�a en el mundo. Pero estaba en deuda con �l, no lo pod�a evitar. Lo llevaba a sus espaldas como una penitencia, una cruz camino del Calvario. Ricardo Ramos, tan in�til, tan poquita cosa, tan lleno de grandes ideales y tan dado a los grandes abatimientos. Entrado en kilos, apocado, con el pelo cada vez m�s escaso. No serv�a para periodista, no ten�a madera, ni la ilusi�n, ni el ansia; no daba la talla: comet�a faltas de ortograf�a que los linotipistas ten�an que corregir con gran cabreo y que �l defend�a excusando que el tarado que puso las “b” al lado de las “v” en los teclados no entend�a ni palabra de espa�ol, aunque eso no le libraba de las veces que se com�a las haches. Eran incontables las ocasiones en que hab�a que pararle los pies cuando indagaba en un caso y acusaba sin pruebas o met�a en l�os con la mad�n a quien s�lo hab�a sido testigo casual de un marido maltratador o un butr�n a media noche. Siempre andaba a la cuarta pregunta, sableando aqu� y all�, dejando a deber las copas en baretos como �ste, intentando cobrar electrodom�sticos a plazos en visitas puerta a puerta cuando sal�a de la redacci�n, demasiado pusil�nime para insistir en los pagos y a la vez demasiado gallito para no darse cuenta de cu�ndo no pod�a exigir que le atendieran por derecho. Mal perdedor en el mus, forofo del Barcelona en un Madrid donde eso supon�a un pecado a�n mayor que confesar que hab�as combatido con los republicanos, era capaz de emborracharse como una cuba a la segunda copa y quedar en evidencia convertido en un pelele y sin embargo ten�a sue�os de grandeza, ganas de vivir a todo tren, de pasar las vacaciones en Biarritz o Estoril, como las grandes fortunas que admiraba. Podr�a haber inspirado ternura de no ser tan cargante. Y sin embargo Alberto se desviv�a por �l. Uno de los grandes misterios de la humanidad era, para �l, intentar comprender qu� hab�a visto en Ricardo una mujer como Charo.


Lleg� a la tasca de Curro Tarantos con tres cuartos de hora de retraso, sudoroso y arrugado, empapado, con los pocos pelos que le quedaban convertidos en un nido aplastado contra la coronilla.


––Un sol y sombra, Currito, anda, que estoy helado.


––Marchando.


Se sent� frente a Alberto, tiritando. Pic� la aceituna que quedaba en el platillo y apur� de dos tragos el combinado de co�ac y an�s que le trajo en seguida el camarero.


––Ap�ntalo a mi cuenta, �quieres, Curro?


––Deja, deja, yo lo pago –intervino r�pidamente Alberto, antes de que el otro pusiera mala cara––. Vienes hecho una pena, Ricardo. �D�nde te has metido?


––Pinch� una rueda y he pasado un quinario para cambiarla: se me jodi� el gato. Y encima estaba cayendo el diluvio. Suerte que me ayud� una patrulla de la Guardia Civil de tr�fico.


––�Y te han dejado conducir, en el estado en que vienes? �Cu�nto has bebido, Ricardo?


El hombre se encogi� de hombros, como si no llevara la cuenta o Alberto le estuviera haciendo una pregunta sin sentido.


–– �Lo has tra�do? –pregunt�, ansioso, mientras hac�a un gesto a Curro para que le sirviera un nuevo sol y sombra. Alberto neg� con la cabeza y Curro Tarantos, en contra de sus intereses, le hizo caso.


––No salgo de casa sin �l –respondi� Alberto, palp�ndose el bolsillo interior de la chaqueta.


––Pues entonces, vamos.


Alberto pag� la cuenta, se puso el abrigo, esper� mientras Ricardo sal�a tambale�ndose del retrete hediondo. En la calle, mientras se arrebujaban en las bufandas, Alberto tuvo que esperar a que el otro periodista acabara de rebuscar en todos los bolsillos de la gabardina, la chaqueta y los pantalones las llaves del coche, un viejo dos caballos de segunda o tercera mano que se ca�a en pedazos y que, cuando por fin logr� arrancar, escupi� una perla negra que fue marcando el rastro por toda la calle.


––Me han dicho que est� ah�. En la celebraci�n. El cura que busco –murmur� Ricardo, agarrado al volante con las dos manos y encogido hacia adelante. Alberto tuvo la impresi�n de que no llegaba del todo a los pedales de puro inc�modo dentro del veh�culo.


––�El que se vino de Alicante con los papeles que buscas?


––Ese mismo. Si no se los trajo �l, debe saber qui�n los tiene.


–– �Y seguro que sabes ad�nde vamos?


––Seguro. �Por qu� lo dices?


––Porque ya hemos pasado dos veces por el mismo sitio, por eso lo digo.


El sentido de la direcci�n de Ricardo Ramos, se demostr� en seguida, estaba a la par de su olfato period�stico. Y de sus dotes de automovilista: Fangio no ten�a de qu� preocuparse en ese aspecto. Pero por fin, despu�s de dos giros en falso, un sem�foro que se salt� en rojo, otro donde se grip� el coche y un momento en el que estuvo a punto de comerse el arc�n al calcular mal un giro del volante, llegaron a su destino, un gran restaurante en las afueras de Madrid, especializado en bodas, bautizos y comuniones, algo desangelado y hostil, mitad cortijo mitad casa de campo, un h�brido entre castellano y andaluz. Alberto pens� que quiz� Curro Tarantos no andaba descaminado del todo en su apreciaci�n de cu�l era la Espa�a que los esperaba en el futuro.


Hab�a casi un centenar de coches aparcados en el inmenso terrapl�n que rodeaba el restaurante, clavados en el barro todav�a h�medo tras los d�as de lluvia. Cuando el motor del dos caballos se detuvo, y Alberto esper� que no fuera por �ltima vez o les esperaba un regreso peliagudo, pudieron escuchar la algarab�a de cientos de voces y risas, un estr�pito de m�sicas y vajillas y brindis.


––Mmm, huele bien, y tengo hambre. �Escuchas eso? Parece que se est�n divirtiendo, tus antiguos camaradas –coment� Ricardo, mientras realizaba una maniobra de torsi�n para salir del coche y trataba, sin �xito, de no hundir los zapatos en el barro.


––Sab�a que en la Divisi�n estuvimos m�s de cuarenta mil hombres, pero que todos est�n aqu� hoy es rid�culo –dijo Alberto, se�alando la proliferaci�n de coches y reparando en que tambi�n hab�a dos autobuses en otro lado del aparcamiento.


––�T� no sueles venir a estas cosas?


––Yo pegu� ya los tiros cuando hab�a que pegarlos.


Cruzaron la explanada y llegaron a la puerta del local. Un par de hombres los detuvieron en la puerta. Vest�an uniformes de camarero como si fueran combatientes de las Waffen-SS.


––�Vienen ustedes a alguno de los dos bautizos? �O a la celebraci�n de los yanquis?


––�Los yanquis?


––Un pu�ado de americanos de Torrej�n de Ardoz. Civiles. Est�n celebrando el aniversario de las ocho horas laborales y el salario m�nimo que estableci� un tal Henry Ford.


––Estos americanos, siempre tan adelantados a todo. No, nosotros venimos a lo de la Divisi�n, �verdad, Alberto?


Alberto asinti�, sac� el ajado carnet de la Divisi�n Azul y lo mostr� a los dos camareros de uniforme. Como si le hubiera entregado un papel sucio, el camarero mir� a Alberto de arriba a abajo. Luego mir� a Ricardo, fij�ndose especialmente en sus extremidades. Cuando pareci� cerciorarse de que ambos ten�an dos brazos y dos piernas cada uno, cay� en la cuenta.


––Ah, comprendo. Lo siento.


––Pueden ustedes pasar –dijo el otro camarero, extendiendo la palma de una mano enguantada de blanco––. Son veinte duros cada uno.


––�Pero es que hay que pagar tambi�n ahora? Mire que nosotros pagamos la cuota religiosamente todos los meses –minti� Ricardo.


––Es una contribuci�n voluntaria para los hu�rfanos. Lo dice muy claro la invitaci�n. Que no han tra�do ustedes, caballeros. Pero si quieren pasar, ya saben… Alberto recogi� el carnet, sac� la cartera, cont� dos billetes de veinte duros y los tendi� al camarero mientras Ricardo se empinaba sobre sus talones y se hac�a el tonto o pensaba que, dado su estado m�s que achispado, quedaba libre del pago.


El interior del restaurante imitaba el claustro de un convento, pero los decoradores incorporados m�s tarde no hab�an podido evitar a�adir elementos de folklore, un par de v�rgenes en mosaico, una reja andaluza algo incongruente all� dentro y una imitaci�n de un pozo con brocal que serv�a para acceder al s�tano donde se manten�an las botellas al fresco. Como contrapunto, una especie de todo vale de la decoraci�n contempor�nea, hab�a arcones y sillas de tijera pegadas a las paredes e imitando el estilo castellano recio, envejecidas de manera burda con capas de nogalina.


Cuando entraron en el sal�n asignado, justo cuando la bofetada de sonido se hizo m�s fuerte, Alberto repar� en el enorme retrato de Mill�n Astray que presid�a la mesa.


––�T� est�s seguro, Ricardo, de que esto es un banquete de veteranos de la Divisi�n Azul?


––Es lo que me dijeron por tel�fono. �Por…?


––Porque la Legi�n es una cosa, la Divisi�n Azul es otra… y esto lo que parece es la corte de los milagros.


Disimulando su sorpresa, Ricardo Ramos comprob� que en efecto a ambos lados de la larga mesa hab�a sentados medio centenar de hombres, algunos con el uniforme de la Legi�n, otros de paisano, alg�n que otro marino o con porte militar que no ocultaban los kilos y los a�os de abandono. A uno le faltaba un ojo, a otro, la pierna. El de m�s all� ten�a amputados los dos brazos y hab�a tambi�n un par de hombres sin orejas. Una nariz de cuero negro, como de carnaval, cubr�a la cara de un hombre delgado y cadav�rico. Bajo el retrato de Mill�n Astray, fallecido hac�a cinco a�os, una banda de seda rojigualda anunciaba la IX Reuni�n de Miembros del Benem�rito Cuerpo de Caballeros Mutilados de Guerra por la Patria. No hab�a ning�n cura por ninguna parte.


––Lo mismo es que, como fue capill�n castrense, para estas cosas viste de paisano –coment� Ricardo, cruzando el espacio que los separaba de la mesa y ocupando el �nico sitio libre que quedaba junto a un hombrecillo peque�o con cara de rat�n y bigotillo al estilo de Hitler.


––Llegan un poco tarde, �no? –se quej�.


––No puedes imaginarte c�mo est� el tr�fico, camarada. �Quieres correrte un poquito?


Con expresi�n de fastidio, el hombrecito se corri�. Alberto, al ocupar el sitio estrecho que le quedaba, comprob� que ten�a una pierna de madera. El caballero mutilado que ten�a en frente luc�a una mano met�lica, pero la dominaba con tal perfecci�n que no ten�a ning�n problema para coger el vaso y llev�rselo a los labios. Restos de pollo y arroz cubr�an su plato.


––Acabamos de llegar y no hemos comido –le dijo a un camarero que proced�a a retirar los platos.


––Pues estamos retirando ya.


––Eso ya lo veo. Pero quedar� algo, �no?


––No lo s�. Me han dado orden de retirar los platos.


El camarero se dio la vuelta, y Alberto lo sigui� con la mirada, boquiabierto, hasta encontrarse con la mirada del hombrecito del bigote hitleriano y la cara de rat�n, que los escudri�aba como lo hab�an hecho los dos ujieres de uniforme en la puerta. Y ahora comprendi� que el ex combatiente, como los camareros de la entrada, estaban buscando sus propias mutilaciones que no saltaban a la vista.


––�En qu� cuerpo servisteis vosotros, camaradas? –le pregunt� a Ricardo, que acababa de servirse un vaso de clarete en un vaso, sin importarle si ten�a due�o o si estaba limpio––. Nunca os he visto antes en una de estas comidas de hermanamiento, y eso es raro.


––�Raro? �Qu� quieres decir con raro? �Raro por qu�?


––Pues que nos he visto ning�n a�o que hemos celebrado el banquete, y yo he asistido a todos, menos a uno, que tuve que operarme de una fistula.


––Pues seguro que en ese fue cuando estuvimos. Somos divisionarios. Mi amigo estuvo en Stalingrado. Yo en la Escuadrilla Azul, al mando del mariscal Wolfram Von Richtofen.


––�Aviador? �Con ese tama�o?


––�Qu� pasa, que del partido nazi s�lo te fijaste en Hitler, camarada? M�s kilos que yo ten�a G�ring y lleg� a ministro del aire.


Se volvi� hacia Alberto para que corroborara su mentira y sacara al menos el carnet de divisionario, pero Alberto, inc�modo y fuera de lugar, se hab�a vuelto a insistirle al camarero, que retiraba los platos con parsimonia brit�nica.


––Le habr�n dicho que retire los platos porque aqu� todo el mundo ha terminado, pero nosotros acabamos de llegar y no hemos probado bocado. Con la hora que es, no nos ir� a dejar sin comer, �no?


––Yo no decido esas cosas. Tendr� que hablar con el encargado. Mi turno termina dentro de cinco minutos y todav�a tengo que recoger los Reyes del SEPU.


––Pues d�game a m�, que me esperan mis tres hijos para ir a la cabalgata.


––�Tres hijos tiene usted, caballero? Pero ser�n mayores, �no?


–– �Por qu� van a ser mayores? El mayor tiene todav�a siete a�os.


––Usted disculpe, se�or. Puesto que no salta a la vista, hab�a pensado que su mutilaci�n de guerra…


––�Qu� pasa, que no me cree? –a la derecha de Alberto, enfrentado al hombrecito de cara de rat�n, Ricardo levant� la voz––. �Le he pedido yo a usted acaso credenciales de c�mo y por qu� est� mutilado? �C�mo s� que no lo atropell� un tranv�a en vez de un ob�s en Belchite? �O le voy a tener que ense�ar mi carnet de la Escuadrilla azul?


––Pues ser�a un buen principio.


–– �Es que no se f�a usted de mi palabra, caballero?


––No, no me f�o. Por no llevar, no lleva usted ni medallas ni sombrero.


––Tranquilo, Ricardo –calm� Alberto––. Voy a ver si consigo que nos pongan de comer aunque sea un piscolabis –se volvi� hacia el camarero––. �D�nde puedo encontrar al encargado?


––En esa habitaci�n de ah�.


––Voy a ver. Deja de discutir con este caballero, Ricardo, y pregunta a ver si el cura de marras est� por alguna parte, que te conozco.


Sin saber si renquear o meterse una mano en el bolsillo para que no lo miraran todos con mala cara, Alberto se levant� y se encamin� hacia la habitaci�n de puertas abatibles que le hab�a se�alado el camarero. El murmullo de las conversaciones de la sala, esa mezcla de recuerdos de hechos de armas, canciones marciales, chistes picantes y denuncias de conspiraciones judeo-mas�nicas y desprecios al amigo americano que celebraba el peculiar socialismo de Henry Ford en la sala de al lado se perdi� enseguida cuando entr� en la habitaci�n, un anexo dedicado a almacenar y fregar platos. Un tipo alto y delgado, chulesco, con chaleco de rayas y medall�n de somelier fumaba un cigarrillo con la parsimonia de Marlene Dietrich.


–– �Es usted el maitre?


––S�. Aqu� no se puede entrar.


––Estoy en el banquete de… de los caballeros mutilados –ahora s� se meti� la mano en el bolsillo, por si acaso––. Acabamos de llegar. Y est�n retirando los platos.


––As� es. Hace un rato que se sirvi� el caf�.


––Pero es que ni mi amigo ni yo hemos comido.


––Hay un horario que cumplir, se�or, y ustedes han llegado tarde. Lo siento mucho, pero ya hemos retirado el servicio y estamos esperando que lleguen las pelucas y las capas.


–– �C�mo dice?


––De los Reyes Magos. En ese bautizo de ah� a lado hay un mont�n de ni�os. Primos y hermanos del reci�n cristianado. No han podido ver la cabalgata, por motivos obvios, pero como los padres son se�ores de posibles, han organizado una entrega de juguetes aqu� mismo. Yo voy a ser Baltasar.


––Pues si trae usted regalos a los ni�os buenos, recuerde que ser�n adultos el d�a de ma�ana. Como yo mismo. Y no he comido. �De verdad que no queda ni siquiera para un bocadillo?


––Como no vaya usted a la cocina…


––De su parte. �D�nde est�?


––Siga por este pasillo. Una puerta blanca con un ojo de buey.


––No sabr� usted cu�l de todos esos caballeros ser� cura, �verdad?


––Me temo que no: todos han comido con la misma ansia.


Alberto ech� una mirada hacia atr�s. Ricardo Ramos se hab�a puesto en pie y agitaba su cartera ante el hombrecito del bigote a lo Adolfo Hitler. El otro, tan gallito como �l, aunque med�a la mitad, hac�a gestos de desprecio. Durante un momento, Alberto estuvo tentado de darse media vuelta, coger a su amigo por el cogote y arrastrarlo hasta el dos caballos y volverse a Madrid. Pero la broma le hab�a costado ya cuarenta duros, ten�a hambre, y segu�an sin localizar al sacerdote castrense. Como vio que otros dos caballeros mutilados se levantaban y trataban de sosegar los �nimos, decidi� que las aguas iban a volver a su cauce sin necesitar su ayuda. Enfil� el pasillo mientras el maitre empezaba a pintarse la cara de bet�n.


Llam� a la puerta de la cocina con un par de golpecitos. Sin esperar respuesta, abri� y entr�. El interior era un caos de fogones a medio apagar, humo, olores variados, ruido de cacerolas y camareros que iban y ven�an de un lado a otro y cocineros pidiendo especias y pinches equivoc�ndose al traerlas.


––Aqu� no se puede entrar –dijo una mujer gruesa, madura, con un delantal blanco salpicado de amarillo azafr�n y una redecilla en el pelo.


––Ver�, se�ora, estoy en el banquete de los caballeros mutilados –ahora no se meti� la mano en el bolsillo––, y nos han retirado ya el servicio.


––�C�mo dice?


––Que estoy en el banquete de aquel sal�n y nos han retirado los platos, pero ni mi camarada ni yo hemos comido. �Pueden servirnos algo? Lo que sea.


––�Y qu� quiere que yo le haga? Si comen ustedes como limas. Han acabado con todo.


––Algo quedar�, mujer.


La jefa de cocina se�al� unas bandejas apartadas junto al fregadero, no muy lejos de los cubos de basura. Una de ellas conten�a al menos el equivalente a dos raciones de arroz con pollo y la otra los restos de una tarta imperial que no hab�a tocado nadie.


––Es lo que queda. Lo �bamos a tirar, pero si lo quiere, puede llev�rselo.


Hijo de una Espa�a que no hac�a remilgos a la calidad de la comida, sobreviviente de dos guerras y una larga d�cada de carest�a, Alberto sirvi� dos platos de arroz, los coloc� en una bandeja reci�n fregada, apil� los restos de tarta imperial y, tras dar las gracias a la mujer, que se hab�a olvidado de �l ya, se dio media vuelta y recorri� de nuevo el pasillo hasta el anexo donde el rey Baltasar estaba asomado al sal�n.


––Me parece que a estos tipos los reyes de verdad les van a poner carb�n esta noche –coment�, se�alando con una mano enguantada de seda negra.


––�Le digo, cabronazo, que no es Silvana Mangano! �Es mi se�ora y se merece un respeto!


Alberto reconoci� la voz borracha de Ricardo Ramos antes de asomarse detr�s del maitre pintado de bet�n. Fue entonces cuando supo que no tendr�a que haber confiado en la capacidad de contenci�n de su amigo. A pesar de que dos caballeros mutilados trataban de imped�rselo, Ricardo descargaba un mamporro tras otro contra la cara del hombrecito del bigote, al que ten�a dominado contra la mesa, entre un gran revuelo de platos que ca�an y vasos que saltaban hechos a�icos.


El hombrecito qued� despatarrado, agitando levemente al aire una de sus piernas, quiz�s la ortop�dica. Muy ufano, Ricardo se separ� dos pasos, se quit� de encima a los otros dos hombres que en vano hab�an intentado sujetarlo, se alis� la chaqueta y recogi� del caos de la mesa la cartera.


––Ale, ya est� bien. Asunto zanjado. Esa foto es de mi se�ora y soy piloto de avi�n, coronel de zapadores, maquinista de la Renfe y lo que me salga de los cojones. Habrase visto. A lo que �bamos, se�ores. �Hay por aqu� un cura, un tal don Remigio, de Alicante, que ahora est� en Alarc�n?


Hubo un momento de estupor que Alberto aprovech� para volver al sal�n cargando la bandeja, aunque se le hab�a quitado de repente el apetito.


––�Un sacerdote, por favor, camaradas? �Don Remigio?


––�Yo te voy a dar a ti sacerdote, hijo de puta!


Todav�a desmoronado contra la mesa, en mitad del revuelto de sobras y manchado de vino y arroz, el hombrecito del bigote a lo Adolfo Hitler se incorpor� como pudo. Ten�a la cara hinchada y amoratada por los golpes de Ricardo, un ojo medio cerrado y le sangraba un labio. En su mano brillaba algo plateado, m�s grande que una navaja, m�s peque�a que una pitillera.


El disparo de la Astra 200 se confundi� con los gritos de advertencia y con el champ�n que los americanos descorchaban en recuerdo de Henry Ford. Ricardo se llev� una mano a la ingle, como si de pronto le hubieran dado una patada en sus partes, y la retir� cubierta de dolor y rojo. Antes de que el hombrecillo del bigote de Hitler tuviera oportunidad de disparar por segunda vez, su camarada m�s sobrio, el del guantelete de metal, le arranc� la pistola de un manotazo.


Ricardo se desplom� de rodillas en el suelo, manchada la entrepierna de sangre y orines. Alberto solt� la bandeja, corri� a su lado y apenas tuvo tiempo de escucharlo murmurar, la voz pastosa, los pelos escasos aplastados contra la coronilla:


––No cre� que una pistolita tan peque�a pudiera hacer tanto da�o.










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Published on March 15, 2016 02:50

EN ROJO AYER (11). En colaboraci�n con Juan Miguel Aguilera

De esta noche, le sorprend�a siempre el silencio. Como siguiendo una especie de toque de queda, a pesar de las luces encendidas en las casas, no se escuchaba un alma en todo Madrid, igual que imaginaba que no se escuchar�a en toda Espa�a. Noche de Reyes, pijamas de felpa y ni�os con los ojos cerrados a la fuerza, intentando conciliar un sue�o que no ven�a mientras los padres, en la habitaci�n de al lado, trataban de no dormirse y esperaban el momento que no llegaba nunca para sacar los juguetes de los diversos escondites que hab�an repartido por toda la casa.


Siendo la menor de cuatro hermanos, Silvia lleg� demasiado tarde al secreto de esta noche. Descubrirlo fue una desilusi�n inevitable, pero pasajera. Otras desilusiones tardar�an mucho m�s tiempo en borrarse, si es que lo hac�an alguna vez. Recordaba las miradas de complicidad de Juan Carlos, de Jos� Antonio, de Ramiro, y la exquisita parsimonia con que sus padres, cuando ambos viv�an, la enviaban a la cama despu�s de obligarla a cepillarse bien los dientes y rezar tres avemar�as. Luego, aquel suplicio del fr�o bajo las mantas, los crujidos de la casa, a veces la lluvia y una vez la nieve contra las ventanas, roces min�sculos que en cualquier otra noche no le habr�an llamado la atenci�n y que sin embargo esa noche resonaban como ca�onazos y la manten�an despierta y nerviosa. Siempre flotaba aquella amenaza que no entend�a del todo: los Reyes no vendr�an si los esperaba despierta, o si se asomaba a verlos, a pesar de que ya se hab�an dejado ver en la cabalgata y un par de veces, en el Casino, hab�an acudido a regalar a los hijos de los socios alg�n juguete como adelanto.


Pero no hab�a m�s remedio que intentar dormir. Se cubr�a la cabeza con las mantas cuando no lo consegu�a, y al amanecer era la primera en la casa que sal�a al encuentro con la sorpresa esperada. Lleg� a pensar que los Reyes deb�an ser tan ancianos que no sab�an leer ya muy bien, porque aunque siempre le tra�an aquellas cosas que ped�a, nunca faltaba algo que no hab�a pedido, y que acababa por encandilarla. A menudo Silvia se preguntaba d�nde estaban ahora aquellos Reyes, d�nde estaba ahora aquella ni�a.


Do�a Pilar la estaba esperando, como ya sab�a. El servicio se hab�a retirado. Ninguno de sus hermanos viv�a ya en casa: Juan Carlos trabajaba en un bufete a caballo entre Madrid y Barcelona; iba a hacerse de oro pero al coste de una �lcera, pero era el camino inevitable si quer�a alg�n d�a un esca�o en las Cortes. Jos� Antonio estaba trabajando con Lucio Costa en la construcci�n de Brasilia, y Ramiro, consagrado a la carrera militar, el �nico que hab�a seguido los pasos de su padre, estaba destinado en la base a�rea de Zaragoza, jugando con los modelos a escala real de las maquetas que todav�a adornaban su cuarto y que, hasta anteayer mismo, tal noche como hoy, compon�an su propia lista de regalos.


Un beso en la mejilla de su madre, las preguntas de rigor (“�Has cenado? �Quieres que te prepare algo?”, “No, d�jalo mam�, ya me hago yo misma un bocadillo”) y un rato delante del televisor, esa caja m�gica que hab�a sustituido en la familia las voces m�gicas de la radio. Dec�an que era el aparato del futuro, que ya hab�a m�s de cincuenta mil casas con sus receptores de importaci�n, pero de momento a Silvia no le atra�a demasiado el invento, quiz� porque prefer�a las pantallas enormes del cine, o porque las horas de emisi�n eran tan escasas que siempre la pillaban a trasmano. Su madre, sin embargo, se pasaba las horas all� delante, como si estuviera dispuesta a entablar una conversaci�n de un momento a otro con Mat�as Prats o con Mario Cabr�. Tanto mejor. El sonido algo estridente de la pantallita en blanco y negro disimulaba los silencios que se hab�an abierto entre ambas.


Par�s les hab�a tra�do un distanciamiento inevitable. Fue la negaci�n de todo en lo que Silvia hab�a cre�do, el despertar a un mundo adulto que esgrim�a las creencias seg�n le convinieran en el momento. Silvia no hab�a podido hacer nada al respecto, y en el fondo hasta lo agradec�a. Pero aquella decisi�n tomada en su favor, sin su conocimiento ni, quiz�, su consentimiento, hab�a abierto una brecha infranqueable con su madre. Do�a Pilar ya no le hab�a vuelto a preguntar, como hac�a casi con ternura cada vez que la telefoneaba alg�n chico o asist�an juntas al cine o al teatro, cu�ndo la iba a hacer abuela, pese a su juventud, ya que sus tres hermanos no parec�an por la labor. Los hombres, ya se saben, pueden casarse tarde. Las mujeres, en cambio, se quedan para vestir santos. No hab�a vuelto a preguntarlo: tuvo la oportunidad, aunque fuera forzada, y prefiri� el borr�n y cuenta nueva a la verg�enza o la desgracia de por vida. Y no se enter� nadie.


Sobre la mesa, el ABC de ayer, el chiste de Mingote recortado que do�a Pilar segu�a coleccionando por inercia, porque ya lo coleccionaba en vida su marido. El art�culo en primera de Gironella, declarando que a�n cre�a en los Reyes Magos. Silvia se fue a la cama pensando que por desgracia ella no cre�a ya en esas historias, como hab�a dejado de creer ya en tantas otras. Ma�ana, al amanecer, no tan temprano como anta�o, las dos mujeres solas de la casa se intercambiar�an regalos: un collar, un reloj, una blusa, un pa�uelo, quiz�, ahora que Silvia hab�a tomado la decisi�n de seguir escribiendo, una estilogr�fica. No habr�a sorpresas. Ni tampoco cari�o. Ese puente se hab�a roto en Par�s, en la cl�nica.


Como en los viejos tiempos de la infancia, a Silvia le cost� trabajo conciliar el sue�o. Pero no por ilusi�n hacia lo que pudiera traerle el d�a de ma�ana, sino por todo lo contrario.



















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Published on March 15, 2016 02:50

March 14, 2016

EN ROJO AYER (8). En colaboraci�n con Juan Miguel Aguilera

Si hay algo peor que un lunes de trabajo, es cuando ese lunes de trabajo es adem�s el primer lunes del a�o, la indicaci�n de que el espejismo de la navidad y los deseos de cambio han sido flor de invierno. De mala gana, tras una noche de mal dormir y discusiones conyugales, Alberto entr� en la redacci�n y, al escuchar tan fuerte la radio, supo que el Ogro no estaba. Como el locutor indicaba el final de una huelga general, comprendi� que no hablaba de Espa�a, y cuando nombr� a los barbudos que segu�an pegando tiros en Santo Esp�ritu, donde se hab�an atrincherado los �ltimos reductos del antiguo r�gimen mientras un tal doctor Urrutia llegaba a la capital para ser presidente del pa�s, ya supo que hablaban de Cuba.


Se quit� el abrigo y la bufanda, se sopl� las manos y sacudi� la cabeza. Fidel Castro. Nadie ten�a claro a qu� atenerse con aquel hombre. �Un h�roe, un villano, un patriota, un aprovechado? El tiempo lo dir�a. Urrutia, eso estaba claro, iba a durar menos que un pirul� en la puerta de un colegio. Un hombre de paja de Fidel, lo mismo que Batista lo hab�a sido de los pu�eteros yanquis.


Molesto por el zumbido de la voz del locutor, baj� el volumen de la radio. Casi inmediatamente, del cuarto de ba�o, sali� Josete Guill�n, todav�a vestido como un colegial con su pajarita y su chaqueta de cuadros a pesar de sus treinta a�os largos. A sus espaldas, en la redacci�n lo llamaban Jaime Olsen. Algo engre�do, de movimientos muy veloces, Josete Guill�n se las daba de conquistador, y hasta fardaba de haber pasado una noche loca con Ava Gardner. Como medio Madrid, por otra parte. A Alberto le hac�a gracia, y como hab�a visto en persona a la Gardner un par de veces, con Mario Cabr� y con Domingu�n, una vez en Lardis y otra en Chicote, ten�a muy claro que Josete exageraba de algo imposible de cerciorar, o que la actriz iba m�s cocida que de costumbre, cosa que siempre entraba dentro del reino de lo probable.


—Vaya, ahora que iban a hablar de los sputniks vas y me apagas la radio.


—No la he apagado. Est�n diciendo que va a llover. �D�nde est� todo el mundo?


—A m� que me registren. El Ogro est� en Barcelona. Para lo del premio Nadal. Dice que lo va a ganar una amiga suya y quiere estar ma�ana presente.


—Si el premio es ma�ana, �c�mo sabe lo que ha ganado una amiga suya?


—Porque para eso es el Ogro y tiene sus contactos. Marchena vino, cogi� dos recados y se fue corriendo a no s� qu� de un robo con escalo en Fuencarral. Mat�as llam�, que tiene gripe. Huertos llam� que est� investigando el caso de la lotera fantasma, y Rubio dice que le sent� mal la cena de anoche y que se va de vareta por culpa de unos mejillones.


—Pues anda que est� bien el panorama.


—T� y yo solos vigilando el fuerte.


—�No ha llamado Lib�lula?


—S�, me olvidaba. Que tiene que ir con su madre a comprar los reyes. O que le faltaban los reyes de su madre. Algo as�. Ant�nez sali� con la moto a recoger algo que ten�a que enviar. Unas fotos, seguro.


—Unas fotos, claro. �Silvia no ha llamado?


—�Qui�n es Silvia? �Uno de tus ligues? Te recuerdo que est�s casado, Alberto. A cadena perpetua, macho.


—Menos lobos que a ti te gusta una falda m�s que a m�, Josete. Mi pupila.


—�Te duele un ojo?


—No el que te va a doler a ti, gracioso. El Ogro me la ha encasquetado. Le tengo que ense�ar a ser periodista de sucesos.


—Te acompa�o en el sentimiento.


—Bah. La chica vale. �Algo en el teletipo que merezca la pena? �Han llamado Ceballos o alg�n otro de la mad�n?


—La mad�n estar� hoy como para llamarnos a nosotros. Tienen Madrid tomado, por eso de la cabalgata. �Has visto las carrozas que tienen preparadas para esta noche?


—A ver si te vas a creer que soy Eugenio. Si las carrozas son esta noche, �c�mo quieres que las haya visto, alma de c�ntaro?


Josete sonri� con picard�a, se sent� en una de las mesas, hizo un gesto para acomodarse las mangas de la chaqueta de cuadros y silb� entre dientes. Los ten�a demasiado separados, pero no le faltaba ning�n hueso.


—Uno, que tiene sus contactos tambi�n, no te vayan a creer. Hay unas cuantas aparcadas en un bajo de La Castellana, y como saqu� al guardia en un art�culo, me dej� verlas. Hay una alucinante. �Un cohete espacial! �Qu� te parece?


Alberto se sent� tras su escritorio, le quit� la funda a la m�quina, rebusc� entre el pu�ado de papeles y repas� por d�nde hab�a dejado sin terminar los art�culos en curso. No fue capaz de aclararse.


—�Es que me tiene que parecer algo?


—�Pero si es el tema de moda, Alberto, hombre!


—�Qu� tiene que ver un cohete espacial con los Reyes Magos? �Me lo explicas? Al paso que vamos, en las carrozas acabar� saliendo ese gordo barbudo del pijama rojo. Pap� Noel.


—Santa Claus.


—�Le han cambiado el nombre?


—Es como lo llaman los yanquis.


—Pu�eteros yanquis –rezong� Alberto, e introdujo un folio en blanco en el carro de la m�quina—. Qui�n les habr� dado vela en este entierro.


—Son los due�os del mundo. Como antes lo fueron los alemanes. Y lo mismo ma�ana lo son los rusos. �Sabes qu� hacen por la fiesta de Todos los Santos?


—Comer�n pavo. Y yo qu� s�, Josete. �Se matan unos a otros?


—El pavo lo comen en noviembre. En Acci�n de Gracias. En Todos los Santos, me lo ha contado un compadre que trabaja en Torrej�n, disfrazan a los ni�os de vampiros y los mandan a pedir caramelos.


—Ser� que se han quedado sin chicle. Tontos del culo, ya te digo. Menos mal que esas cosas nunca las veremos aqu�.


—Cualquiera sabe. Ahora todo el mundo quiere fumar rubio, beber Coca Cola y usar camisas “Ike”. No hablemos ya del whisky.


—El whisky lo invent� un escoc�s, listo.


—Me da igual. Tengo que hablar con el jefe cuando vuelva de Barcelona. Quiero hacer una serie de art�culos sobre el tema.


—�Sobre los ni�os vampiros? –pregunt� Alberto, arrancando la hoja en blanco de la m�quina sin haber tecleado ni una l�nea. Josete estaba especializado en tocar temas extra�os y algo esot�ricos, desde rituales en cementerios a manchas en la pared con la cara de Mar�a Goretti o Fray Escoba, pero a �l ese tipo de periodismo no le hac�a la menor gracia.


—No, hombre. La carrera espacial. Los rusos colocaron aquella perrita en �rbita, �lo recuerdas? Y ahora los americanos est�n acojonados, no vaya a ser que los puedan bombardear impunemente con sus naves en �rbita.


—�Los rusos van a bombardear con perros a los americanos?


—No, joder, que no te enteras de nada. Estamos a las puertas de un nuevo tipo de guerra. La guerra espacial, ah� queda eso. Rusos y americanos parti�ndose los morros encima de nuestras cabezas. �C�mo te quedas? �Qu� pasar� con las naves derribadas? Caer�n en cualquier sitio. �Nadie estar� a salvo!


—A ver, Josete, que tengo cosas que hacer y no me concentro contigo dando la alarma. �Vas decirme de una pu�etera vez ad�nde quieres ir a parar?


—Me han dicho que ya no est�s con lo de Jarabo.


—No –gru�� Alberto—. Ya no estoy con lo de Jarabo.


—Pues ya somos dos. Llegamos los �ltimos a la cola. Necesito ayuda para proponerle al jefe una serie de art�culos sobre la pr�xima guerra espacial. Es algo que me apetece hacer. Todo documentado y cient�fico, �eh? Con entrevistas a expertos en el tema. Pero no lo veo muy receptivo.


—Pues ins�stele.


—Pero es que me pone nervioso, Alberto. Lo veo all�, jugueteando con la pistola, y me dan ganas de hac�rmelo encima. Valoro mucho mi vida.


—Una cosa es que se entretenga pegando tiros a la pared, y otra cosa es que le pegue un tiro a un periodista. No lo ha hecho todav�a, creo.


—No quisiera ser el primero. Mira, t� tienes mano con �l. Combatisteis juntos en lo de la Divisi�n Azul y yo…


—Combat� yo. A �l lo devolvieron a casa m�s amarillo que un chino.


—Es igual. Sois viejos camaradas. A ti te tiene respeto y si me apoyas…


—No.


—�Por qu� no?


—Porque todo este asunto me parece una chorrada monumental, Josete. Por eso. Deja de escuchar esos seriales de Diego Valor y ded�cate a otra cosa, anda.


Josete, picado, fue a replicar cuando sucedieron dos cosas al mismo tiempo. Una muchacha rubia y elegante, con un abrigo blanco y los ojos muy verdes, entr� en la redacci�n. Y son� el tel�fono.
















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Published on March 14, 2016 02:46

EN ROJO AYER (9). En colaboraci�n con Juan Miguel Aguilera



Alberto sab�a que la polic�a ten�a que andar echando chispas. Dos asesinatos en puertas contiguas, en fiestas se�aladas, en un pa�s donde estas cosas no suced�an m�s que de higos a brevas y s�lo en ciertos segmentos de la poblaci�n: entre vagos, maleantes, rojos, chaperos, quinquis, mercheros y otras gentes de mal vivir. El muchacho de la barra de hierro en el culo sin duda encajaba en el grupo, pero el hombre elegante del anillo de oro quiz�s no. Con un Jarabo en la historia, lo sab�a bien, hab�a m�s que suficiente: el chivo expiatorio ideal para que los de abajo no se supieran solos al acecho de las maldades del mundo, y para que los de arriba pudieran decir despu�s, sacando pecho, que la justicia era ciega e implacable y que no distingu�a de dineros cuando el grado de los cr�menes exig�a una retribuci�n inmediata.


Y eso ser�a lo que le estaba quemando ahora mismo a Ceballos y a su equipo, la b�squeda del m�vil de aquel doble crimen, la posibilidad de desentra�ar una telara�a de vicios y corruptelas que podr�a traducirse lo mismo en un ascenso que en una reprimenda. Alberto Garc�a era perro viejo en el oficio y conoc�a al dedillo los flecos que ten�as que recortar para llegar adonde fuera en busca de un art�culo o en busca de un cabeza de turco si eras polic�a. Hab�a que andar con pies de plomo, en ambos casos porque quienes ten�as por encima quer�an soluciones r�pidas, que no hicieran mucho esc�ndalo o que levantaran s�lo la polvareda justa para que pudiera publicarse sin tener que soportar los tijeretazos inmisericordes de la censura.


Con todo, en cuatro d�as, pese al fin de semana, Ceballos hab�a tenido tiempo de averiguar cosas. Y, en ese caso, de llamarlo y darle un par de ideas para redactar el art�culo y crear esa curiosidad inquieta que era la raz�n de ser del semanario. No lo hab�a hecho, lo que quer�a decir que estaba en albis, m�s despistado que un esquimal en el S�hara, o que el curso de la investigaci�n le imped�a ponerse en contacto con �l y darle, aunque fuera con cuentagotas, esas perlas de informaci�n que luego Alberto y los hombres como �l convert�an en puras pepitas de oro impresas en papel de pulpa.


Llam� tres veces m�s a la comisar�a, en intervalos de media hora, pero el teniente no estaba, ni pudieron decirle d�nde hab�a ido, ni en qu� ambientes se mov�a. Josete, con un suspiro, se ech� el abrigo encima de la chaqueta de cuadros (y el abrigo no era precisamente poco llamativo tampoco) y se fue a Cuchilleros, donde la gente insist�a que rondaba una lotera fantasma. Silvia se qued� encargada de hacer media docena de copias de aquel sorprendente boceto suyo, y aunque no pareci� muy conforme, acept� que, siendo el d�a que era, Alberto se la quitara de encima hasta el mi�rcoles, cuando por fin pudieran dejar atr�s las fiestas y Espa�a volviera a la normalidad, y fue el propio Alberto quien, haciendo de tripas coraz�n, decidi� que si Mahoma no iba a la monta�a habr�a que darle la vuelta a la tortilla.


Mir� la hora. Las dos menos cuarto. Hab�a quedado con Ricardo Ramos a las tres, en Las Ventas. Maldita la gracia que le hac�a tener que esperar a aquel bueno para nada. Pero estaba en deuda con �l, en m�s de un sentido, y ya se hab�a comprometido a acompa�arlo. Con suerte, a las cuatro habr�an localizado a aquel cura que buscaba y podr�a volver corriendo, aunque fuera en taxi, para acompa�ar a los ni�os y a In�s para ver la cabalgata. Lo mismo el cohete espacial merec�a la pena y todo. Si no, el mi�rcoles podr�a re�rse un rato a costa de Josete Guill�n y sus paranoias.


Compr� un bocadillo de calamares en el bar de la esquina y se lo fue comiendo por el camino, acompa�ado de un quinto de cerveza que estaba tan fr�a que le lastim� la garganta. A pesar del fr�o, quiz�s porque ya no llov�a, la gente hab�a salido a las calles y caminaba presa de un extra�o frenes�, entrando y saliendo de los comercios, cargados con paquetes donde pod�a verse sin demasiados problemas las carabinas de juguete de los ni�os y las escobas de verdad para las ni�as. Terminado el recogimiento del d�a de Nochebuena y la Misa del Gallo, terminada tambi�n la algarab�a de la llegada del nuevo a�o, la gente se zambull�a en la Noche de Reyes invirtiendo los pocos ahorros en comprar el cari�o de sus hijos. Luego, cuando la cuesta de Enero se hiciera inexpugnable, Dios proveer�a.


La joyer�a de Pablo Esteve estaba de bote en bote. Como si, en vez de vender alhajas, las regalaran. Pablo, peque�o, de piernas peque�as y torso alargado, con su rostro de ni�o grande y sus ojos celestes de no haber roto nunca un plato, atend�a a la clientela con esa parsimonia exquisita de quien sabe que muestra tesoros que no est�n al alcance de cualquiera. Su hermana Remedios, tambi�n peque�a, redonda y mojigata, atend�a en el otro mostrador, mientras que el tercer hermano, Antonio Manuel, grande y peludo, con su diente de oro y su tup� te�ido de color caoba, parec�a fuera de sitio en el negocio familiar, como si prefiriera estar en otra parte, escuchando unos tientos de flamenco o jug�ndose los ingresos de la joyer�a en una timba de cartas.


Pablo Esteve mostraba un pa�o con sortijas a un par de viejas beatas, como el prestidigitador que est� a punto de sacar una moneda de entre los dedos para hacerla desaparecer con un chasquido. A pesar del aspecto inofensivo de las dos mujeres, no les quitaba ojo de encima, como tampoco se lo quitaba al joven matrimonio que buscaba unos pendientes de primera para una sobrina reci�n nacida ni a la dem�s gente que guardaba cola en la puerta. Fue ver a Alberto y su rostro se desencaj� un instante, con un tic involuntario que le hizo temblar la mejilla.


––Don Alberto… ––murmur�, mientras ofrec�a un camafeo de plata a una de las ancianas––. En mal momento me pilla usted.


––No va mal el negocio hoy, por lo que veo –dijo Alberto, paseando la mirada por la docena de parroquianos que, al ver que iniciaba una conversaci�n con el platero, le dejaron sitio. Un escalofr�o malicioso le hizo comprender que los clientes hab�an cre�do que era polic�a.


––Vamos tirando. Ya sabe usted que cuando no se sabe qu� regalar, se recurre a nosotros. Galer�as Preciados habr� terminado con todos sus juguetes a las seis de la tarde. A nosotros nos dar� aqu� la medianoche.


––Ven�a a hacerte una consulta, Pablo. Si no te importa, por supuesto. Puedo volver en otro momento en que est�s menos apurado.


Pablo Esteve cruz� una mirada r�pida con su hermana.


––Antonio Manuel, enc�rgate t�, �quieres?


El tercer hermano se separ� de la pared y ocup� el puesto del peque�o jefe del clan, quien por si acaso retir� el pa�o con las sortijas y lo coloc�, con esmero, bajo el mostrador transparente de caoba. Luego, Pablo recorri� un par de metros y abri� hacia arriba una parte del mostrador, permitiendo el paso al periodista.


Entraron los dos en la trastienda del negocio, una cueva de Ali-Bab� con todo tipo de cachivaches, desde despertadores a armas antiguas, pasando por abrigos, zapatos, libros y cualquier otra cosa que la gente pudiera empe�ar para salir de apuros. Las joyas y dem�s bienes valiosos estaban a buen recaudo, en la caja fuerte oculta detr�s de alg�n cuadro. Los cr�menes de Jarabo hab�an puesto en alerta al sector, y si Pablo Esteve miraba ya bastante por su mercanc�a ahora lo hac�a con m�s ah�nco. Era un hombre escrupuloso que no se fiaba ni de su sombra.


––Usted dir�, don Alberto.


––Me sabe mal molestarte un d�a como hoy, Pablo. De verdad. Con todo el foll�n que tienes ah� liado…


––Peor ser� a partir de las siete de la tarde, cuando termine de pasar la cabalgata. Y dentro de una semana.


––�Dentro de una semana?


––Cuando la gente que reciba estos regalos venga a cambiarlos por su importe o a empe�arlos directamente –se encogi� de hombros el joyero––. Gajes del oficio.


––O ganancia –sonri� Alberto, y encendi� un Bisonte––. Me preguntaba si, con tu experiencia, podr�as echarme una mano en un art�culo que me tiene a mal traer.


––Ya hace tiempo que no me ocupo de esas cosas, don Alberto. No quiero m�s l�os con la polic�a. Todo lo que vendo y compro es legal, usted lo sabe.


––Tranquilo, hombre, tranquilo. No es nada de lo que imaginas. Ya s� que est�s limpio de polvo y paja –minti� Alberto, y rebusc� en el bolsillo interior del abrigo para sacar la fotograf�a––. Pero necesito de tu experiencia en un asunto.


Alberto le mostr� la foto. Indeciso, Pablo Esteve la cogi�, la acerc� a un foco de luz, se puso unas gafas para el cerca y estudi� el primer plano de las manos atadas. Si dedujo por su cuenta que eran las manos de un cad�ver, no dijo nada.


––Ese anillo parece caro –dijo Alberto, recalcando lo obvio.


––Un sello caro, s�. Pero no es de mi casa.


––Mucha casualidad ser�a si lo fuese, Pablo. Pero ver�s, lo que me llama la atenci�n es esto que se ve aqu� –se�al� con el dedo la foto––. Parece que tiene un grabado, �no?


––S�. Eso parece.


––�Podr�as identificar las letras? �Son unas iniciales, una leyenda, una fecha?


Como si en vez de tener una foto en blanco y negro entre las manos tuviera una joya que hubiera que tasar, Pablo Esteve se llev� al ojo una lupa de joyero y observ� con detenimiento el detalle que el periodista le indicaba.


––No. No son unas iniciales. Ni una leyenda. Ni una fecha.


––�Entonces…?


Pablo Esteve se dio media vuelta, rebusc� en un caj�n y sac� unos papeles de cebolla. Encontr� el que buscaba y se lo mostr� a Alberto: un dibujo sencillo, una cruz latina dentro de un c�rculo.


––Es un dibujo como �ste. El anillo no es m�o. Pero esto es lo que se ve tan malamente en la foto. Es un anillo de fidelidad, don Alberto. No hay dos iguales, pero muchos llevan dentro este grabado.


Alberto asinti�. Supo inmediatamente lo que significaba. Y supo ya, desde ese instante, que su investigaci�n estaba condenada a complicarse.


––El due�o de este anillo –sentenci� el joyero, devolvi�ndole la foto y guard�ndose la lupa— no s�lo es un caballero de posibles. Tambi�n pertenece a la Obra.










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Published on March 14, 2016 02:46

March 13, 2016

EN ROJO AYER (7). En colaboraci�n con Juan Miguel Aguilera

Lleg� a casa oliendo a tabaco y a sudor ajenos. Todav�a no le llegaba la camisa al cuerpo, pero es que no pod�a evitar ponerse nervioso cuando estaba delante de ellos. La polic�a ten�a una forma especial de mirarlo y de tratarlo, haciendo que se sintiera culpable de pecados que no se atrev�a a cometer ni siquiera en su imaginaci�n.


Do�a Obdulia lo esperaba. Preocupada, como siempre, un abrazo y un beso que ol�an a pan y a colonia de ni�o peque�o.


—Me ten�as ya asustada, Juanito, hijo.


—Por Dios, mam�, que ni siquiera son las nueve de la noche.


—Pero es que hace tanto fr�o en la calle…


—Tranquila, mam�, tranquila. Adem�s, �qu� me iba a poder pasar? Si he estado toda la tarde con la polic�a, precisamente.


—�Con la polic�a, hijo?


—Con la polic�a, s�. Pero tranquila, que es por cosas de trabajo.


—Ay, hijo m�o… �Si te viera tu padre que en gloria est�! �Con lo bien que te podr�as ganar la vida haciendo fotos en bautizos y comuniones! �Pero no! �El ni�o quiere ser periodista!


—Reportero, mam�. Reportero.


Entr� en el cuarto de ba�o, se lav� la cara, las manos, dos veces. Aquel olor pegajoso a sudor de polic�a no se le iba de encima. Era como si a�n lo estuvieran interrogando, tratando de hacerle desdecirse de lo que ya les hab�a dicho. Y siempre las miradas, las risitas, las insinuaciones. Y no, no quer�a ganarse la vida haciendo fotos insulsas de ni�os insulsos, pero cada vez le hastiaba m�s hurgar en las entra�as de los muertos. Otro tipo de fotograf�a, otra manera de expresar su sensibilidad art�stica, de demostrar su val�a y hacerle ver a aquellos chulos que se pod�a reflejar la vida sin creer que toda la vida es una mierda…


—Llam� Rosita –dijo do�a Obdulia desde el otro lado de la puerta—. Que la llames para quedar ma�ana. Que ten�is que dar un paseo por el Retiro.


—S�, mam�. En cuanto pueda la llamo.


—Ay, Juanito. No la dejes escapar, que es buena ni�a.


—Se hace lo que se puede, mam�.


—Tienes la sopa en la mesa. �Te preparo un vermut, hijo?


—Lo que t� quieras, mam�.


Tom� la sopa con la mirada perdida, imagin�ndose en otros mundos donde el encuentro con un agente del orden supusiera la seguridad de saber que eras t� el protegido. Y donde no hubiera que esconder las fotos de tu trabajo entre los pechos de una mujer.


—Me voy a revelar, madre. No entres en el cuarto oscuro.


—�He entrado alguna vez, so tonto?


—Por si acaso te lo recuerdo. T� sigue escuchando la radio, anda. He pedido que pongan una canci�n de Mach�n para ti. Un besito, guap�sima. Buenas noches.


Se despidi� de la anciana con un abrazo y entr� en el cuartito repleto de material fotogr�fico. Se subi� las mangas, sac� del bolsillo del pantal�n los tres carretes de fotos. Todav�a ol�an a Silvia, aquel perfume caro y a la vez sencillo, a la intimidad del contacto con su cuerpo.


Apag� la luz. Se olvid� del mundo. A solas con el fruto de su trabajo, el horror de la muerte se fue convirtiendo poco a poco en la maravilla de la ciencia, y luego en el asombro del arte.


Flotando en la disoluci�n, en un mar de sales de plata, el cad�ver del ahorcado parec�a cobrar nueva vida: los ojos que se abr�an, la boca que mostraba la lengua, el anillo de oro que brillaba como un rel�mpago en la noche.







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Published on March 13, 2016 03:51

Rafael Marín Trechera's Blog

Rafael Marín Trechera
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